El ictus acabó con su vida entre nosotros. Ya le había dado dos veces en los años recientes y le
habían tenido tiempos prolongados de hospitalización y convalecencia. Dicen que “a la tercera
va la vencida” y así ha sido; esta vez ha resultado vencido. Le dio el segundo domingo de
Navidad (a cuánta gente cercana he tenido que despedir en los tiempos de Navidad; parece
contradictorio). Cinco días más tarde le repitió y le invadió toda la cavidad craneal. Y se acabó.
Así, por sorpresa. Sin haberlo anunciado ni preparado, sin podernos despedir ni darnos un
beso o un abrazo. Otra vez sin decirle cuánto lo he querido y cuánto ha influido en mi vida. Ya
sabemos: son de esas cosas que no se suelen decir con las palabras, sino con los hechos, y que,
aunque no lo verbalices, el otro lo sabe, y tú sabes que lo sabe. Ya es torpeza caer en eso y no
decirlo a menudo, pero en una despedida formal y en este caso definitiva, pues se queda en la
punta de la lengua y te lamentas por haberlo dejado ahí. Desde los tiempos del seminario, en
el que coincidimos un par de años, Carlos ha sido uno de los mejores amigos que he tenido en
mi vida; y yo tengo la convicción de haber sido también otro de sus amigos preferenciales de
entre los muchísimos que tiene. Y es que, cuando hablamos de Carlos, hablamos de alguien
excepcional. No se trata de una persona corriente, sino que es un persona que destaca; ni de
un sacerdote corriente: es también un sacerdote que destaca.
En lo personal, un don de gentes poco común y una sonrisa profidén siempre para el saludo y
la despedida. De lo más versátil en sus aptitudes. Lo mismo para hacer de guía en un viaje que
para dar unos ejercicios espirituales o para predicar en las bodas de plata de un amigo en
Estados Unidos. Lo mismo acompañando al Nuncio o al Cardenal de no sé dónde, que
consolando al último vagabundo que le han llevado al Hospital Provincial. Igual para aconsejar
en leyes a los cargos más altos que para coger la guitarra y amenizar una velada con jóvenes.
Mención especial merece su capacidad de convicción en sus palabras. Quizás no muy dado a la
grandilocuencia, pero hablando con los tonos, con el uso de los silencios, con los gestos de su
cara, con el movimiento de sus brazos. Era el tío más hábil para pedir dinero en la iglesia. El día
que dedicaba parte de su homilía a pedir dinero, ese día se desbordaban las colectas. Así,
acompañó a jóvenes tanto a la vida sacerdotal como a la religiosa o monástica. Tal era la
fuerza de sus palabras; y es que se veían sinceras; hablaba de lo que él creía. Nunca abrió la
boca para cumplir la papeleta, Carlos estaba convencido de cada palabra que pronunciaba.
Como sacerdote, era un todoterreno. Los puestos que ha ido ocupando a lo largo de los años y
su perspicacia personal, han hecho de él el sacerdote más joven con mayores
responsabilidades y el capellán del hospital más pequeño de Zaragoza durante la friolera de
catorce años. Y todo lo llevaba con naturalidad, quitándole importancia cuando la tenía, y
dando todo el valor a su misión más humilde. El sacerdocio se veía en él con toda su grandeza.
Carlos fue un enamorado del sacerdocio desde su etapa en el seminario. Le confería toda la
dignidad de quien es revestido como “alter Christus”. Lo vivía con verdadero entusiasmo, con
verdadera pasión. Era generoso sin medida en su entrega, en su dedicación. No miraba
horarios, no escatimaba esfuerzos ni medios. Y cuánto bien le hicieron los años de capellán en
el hospital. Esa humildad y sencillez evangélicas junto con su fidelidad inquebrantable a la
Iglesia, creo que le acercaron bastante a la santidad. Porque todo eso manaba en él de su
fidelidad a Jesucristo. El seguimiento de Jesucristo y su consagración a él fueron siempre el
motor de su vida y origen de todas sus cualidades sacerdotales y ministeriales.
Por otra parte, siempre ha sido un sacerdote controvertido y polémico. Ya lo era antes de
ordenarse, en el seminario. Sus formas, sus maneras, no siempre han sido bien interpretadas,
y demasiadas veces se han juzgado y condenado junto con la persona. Sus cualidades y sus
responsabilidades provocaban envidias y celos en sacerdotes menos dotados y ávidos de altos
puestos. Ha ido de boca en boca con demasiada facilidad e impunidad. Gente sin escrúpulos y
sin gracia ha humillado a Carlos durante años. A veces las humillaciones han venido de donde
menos motivos ha dado para ellas y desde donde más sabía amar él. Hay algunas cosas que las
sabemos un puñado de gente cercana a él, pero puedo asegurar que Carlos ha sido un
sacerdote probado y bien probado, a derechas y a izquierdas, desde arriba y desde abajo, y
puedo dar testimonio de que su forma de llevar esas cruces, independientemente de que le
hicieran sufrir porque no era de piedra, rozaba si no pisaba, el camino de la santidad. Y tenía
sus cosas y sus fallos, naturalmente, como todos los tenemos; pero eso no merecía un trato
duro y despiadado. Porque su máxima fue siempre que “en todo se haga la voluntad de Dios”.
Y así interpretaba él las cosas, y así respondía: sabiendo que estamos en manos de Dios y que
él debía estar a la altura de lo que Dios le estaba pidiendo en cada momento. Y eso, la gente
seglar con la que trabajó, ajena a esas polémicas, lo supo percibir, pues en todas partes lo
querían con intensidad y sinceridad.
Más que un panegírico sobre la figura de Carlos, he querido dar un testimonio personal desde
mi conocimiento cercano de él y de su vida. Tampoco he podido decirle adiós de otra manera y
quería hacerlo escribiendo estas líneas, sobre todo, porque se lo merece. Me duele y me
fastidia su marcha, pero tengo la serenidad de saber que su fe era profunda, de haber podido
ver y hablar con él de la muerte con ocasión del reciente fallecimiento de varios de sus
hermanos, y me da una inmensa alegría imaginarme la cara de gozo que habrá puesto al
despertar, repentinamente, en la Casa del Padre.
Gracias, Carlos por haber sido mi amigo, por todo lo que hemos compartido y por haberte
cruzado en mi camino. Sabes que nunca te olvidaré. Háblale bien de nosotros al Señor y dile
que le queremos. Ah, y hazme un favor: espérame, anda.
Tu compañero y amigo Juan.
¡Con qué impacto recibí tu noticia! ¿Como se te ocurre irte sin despedirte? Teníamos una conversación pendiente? ¿recuerdas?
ResponderEliminarTu muerte me enfureció, no la entendí, no la comprendí ¿por qué te llamó siendo tan joven Dios? Sabes que siempre te he querido, jamás olvidaré todo lo que hiciste con mi madre y con nosotras. Siempre te he querido como a un hermano. Esas confidencias que tuvimos, pero que pronto se acabó nuestra amistad ¿por qué? mira que he pensado, pero nuca he llegado a saber por qué. El día de tu funeral yo iba muy triste por tu marcha, pero cuando vi tanta gente que te quería, me puse contenta y de verdad que eso me dió mucha alegría y mucha paz.
Carlos, reza por nosotros, no nos olvides. En mi corazón, siempre estarás. Todos los días estás en mi pensamiento, hablo constantemente contigo. Un abrazo fuerte y una oración.
Gracias, Juan. Es la carta de despedida y la descripción más hermosa y exacta que han hecho nunca de mi tío Carlos. Él era así, tal como lo describes, un hombre todoterreno. He encontrado tu blog por casualidad, navegando por internet, y tu texto ha sido un regalo. Con cada párrafo se ha ido dibujando una sonrisa en mi cara, aunque también una pequeña lágrima. Todavía duele mucho pensar que no volverá a aparecer por la puerta. Aún así, con cartas de sus amigos como esta, el duelo se lleva mucho mejor. Mil gracias por el placer de haberte podido leer.
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