Miércoles. 24 de julio de 2013. Las 20 horas y 41 minutos. El tren Alvia con origen en la estación de Chamartín en Madrid y con destino Ferrol entra en la curva de Angrois a más de 150 kilómetros por hora y las ruedas del tren se salen de los raíles. El convoy vuelca sobre su lado derecho y un vagón salta los cinco metros de talud para ir a caer en una plaza de esa población sin que afectase físicamente a ninguno de sus vecinos. El resto de los coches queda en la zona de vías atrapando cadáveres y heridos. La máquina de cola se ve envuelta en llamas. Sirenas, llantos, gritos de horror se suceden. Balance: 79 muertos y un centenar de heridos. A los umbrales de la ciudad de Santiago, a la hora de las Vísperas de la fiesta del Apóstol. Luto. Este año la fiesta del patrón no se festejó. Dolor y rabia, impotencia y lágrimas en toda España.
¿Dónde estaba Dios cuando sucedió todo? Yo puedo decirles la respuesta. Dios estaba en las vías, llevándose a cada una de las víctimas mortales. Estaba en las vías salvando las vidas de muchos heridos. Estaba en las vías ayudando a sacar gente malherida, rompiendo ventanillas del tren, pasando camillas desde dentro hacia fuera. Dios estaba en los equipos de rescate, en los bomberos. Estaba en la gente de Angrois, que con gran valentía y sentido del altruismo, se volcó en el rescate y la evacuación de heridos. Estaba en los que acompañaban a los familiares de quienes no se encontraban en las listas de heridos. Dios estaba en los sanitarios y trabajadores de los hospitales que interrumpieron sus vacaciones y acudieron de inmediato a sus puestos de trabajo. Estaba en las largas filas de donantes de sangre que se congregaron en el campus universitario hasta abastecer por completo la demanda. Dios no salió en las imágenes de los informativos ni en las fotos de los diarios, pero estuvo. Ya lo creo que estuvo. Seguro, seguro que estuvo...
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