viernes, 17 de junio de 2011

A LOS 25 AÑOS DE SACERDOCIO




Los acabo de cumplir el 15 de este mes de junio de 2011. Aquella tarde de 1986 el arzobispo Elías Yanes me imponía las manos y pronunciaba la oración de consagración sobre esta criatura frágil que, desde pequeño, soñaba con ser sacerdote. Era la víspera de cumplir 25 años y nunca antes lo había visto menos claro que ese día. Me escapé de casa una hora antes diciendo que me iba a la iglesia a preparar, pero, en realidad, donde me fui fue a la capilla del Santo Cristo de Santiago. Estaba confuso, tenía miedo. No había nadie en la pequeña iglesia. El Santo Cristo y yo estábamos solos, frente a frente. Delante de él dejé que bullera toda la catarata de confusiones que había en mi mente y en mi corazón en ese momento. Me llegó a parecer un acto de valentía acudir a la iglesia parroquial, que ya empezaba a llenarse, y decir que no me ordenaba, que no lo veía claro. No conocía ningún precedente, pero me parecía que era lo más honesto que podía hacer en ese momento. Necesitaba más tiempo para reflexionar, para discernir, para orar.


Como suele ocurrir siempre que nos ponemos en la presencia de Dios, no sucedió nada mientras yo
estaba inmerso en mis pensamientos y me angustiaba en el mar de mis dudas. Cuando, como en
una catarsis, lo hube volcado todo y esperaba la conformidad del Señor para detener mi ordenación
en aquel momento, comencé a sentir algo nuevo, otra cosa, otro pensamiento. Sé que, por medio
de mi Santo Cristo, el Señor me habló. Me hizo sentir cómo desde pequeño me había manifestado
dispuesto al sacerdocio, me recordó cada etapa de mi camino y de mi recorrido hacia el
sacramento del Orden. Año y medio antes ya había sido ordenado diácono y eso había cambiado mi
estado. La ordenación sacerdotal me iba a incorporar al sacerdocio, pero no al clero, al que ya
pertenecía desde dieciocho meses antes. Los estudios de la teología, la etapa en el seminario, el
curso de diaconado antes de la ordenación... Recordé también las reflexiones que provocaron en mí
los meses de convalecencia después de un accidente que sufrí entre el segundo y el tercer curso
en el seminario. Los sacerdotes que me habían acompañado estaban convencidos de mi vocación. El
rector del Seminario, que me valoraba mucho, me había animado semanas antes cuando le hice
saber mis dudas e inquietudes. En pocas palabras: Si la llamada al sacerdocio hubiera sido un
empeño mío que viniera de mí y no de Dios, las cosas habrían discurrido de otra manera. Siempre
he creído y confiado en la providencia. Sé que Dios orienta nuestros pasos. Mi familia, la gente de
mi pueblo, las parroquias donde había trabajado en pastoral, todos esperaban verme como cura. De
nuevo se hizo el silencio en mi corazón.

¿Era cosa de Dios o era que yo me lo había forjado y había estado ciego toda mi vida? Me
resistía, sin darme cuenta, a aceptar la evidencia de lo que Dios trataba de decirme. Pero hubo
algo que me ayudó a dar el paso. Después de todo lo que Dios me había hecho recordar y sentir en
aquel momento, la valentía no estaba ya en cancelar la ordenación, sino en acudir a ella, en
entregarme por fin, en cerrar los ojos y lanzarme desde el trampolín. “Si no fuera cosa tuya, no
habrías dejado que llegase a este momento”. “Si en verdad me has llamado a esto, haré tu
voluntad; si no me has llamado, tú me lo harás ver y me ayudarás a salir del atolladero”. Faltaban
20 ó 25 minutos para las seis de la tarde y le dije al Santo Cristo: “Voy a ordenarme; en tus
manos lo dejo todo. Tú verás”. Hoy, 25 años más tarde, sé que estoy donde el Señor me ha
puesto, sé que no he equivocado mi vocación. Le doy las gracias por tanto tanto que he recibido y
le agradezco el haber contado conmigo para esta tarea.

Es inevitable en estos días hacer balance de estos años de sacerdocio, aunque no es este escrito
el lugar más oportuno para comunicarlo. Pero de aquello que me siento más agradecido es,
precisamente, de haber recibido la llamada del Señor a construir su Reino desde el sacerdocio.

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