Los pasados días 24 y
25 de este mes de septiembre de 2015 muchos católicos asistimos, con
emoción, a sendos discursos que nuestro papa Francisco pronunció ante el
Congreso de los Estados Unidos de América y la sede de la Organización
de Naciones Unidas respectivamente. En ambas ocasiones Francisco
escribió la historia de dichas instituciones. En el caso del Parlamento
estadounidense porque era la prmera vez que un Papa tomaba la palabra en
dicha cámara. En el caso de la ONU, porque, aunque ya lo hicieron antes
Pablo VI, Juan Pablo II en dos ocasiones, y Benedicto XVI, Francisco lo
hizo ante 150 Jefes de Estado y de Gobierno, batiendo el récord de esa
selecta audiencia. El Papa habló de política mundial teniendo muy en
cuenta la trascendencia de sus palabras y el lugar y contexto en que las
dirigía en cada uno de los dos casos. En el Congreso tomó el ejemplo de
cuatro figuras representativas de la defensa de los derechos civiles
para reclamar un mundo entre iguales superadas las barreras de la
inmigración, el derecho a la paz y la seguridad, la igualdad de la
dignidad de toda persona y la defensa de la vida humana en todos sus
estadios de su desarrollo. Los medios se fijaron, sobre todo, en la
petición de la abolición global de la pena de muerte como consecuencia
de la aplicación de ese respeto hacia el hombre, recordando que las
sentencias penales no deben olvidar la esperanza y el objetivo de la
reinserción de la persona y la rehabilitación del delincuente. La pena
capital es la dejación más absoluta de ese objetivo y de esa esperanza.
En ambas ocasiones, gran parte de los asistentes interrumpían
constantemente los discursos del Santo Padre con aplausos, en muchos
casos llenos de entusiasmo, y con el auditorio en pie una y otra vez.
En la sede de
Naciones Unidas, el Pontífice lanzó un mensaje más universal sabiendo el
alcance que iban a tener sus palabras. Un mensaje humanista pero bajando
siempre al campo de lo concreto tal y como suele ser la tónica habitual
del papa Bergoglio. Habló -cómo no- de la paz mundial y del fracaso de la guerra, de toda guerra. Tocó el tema de los movimientos migratorios y el drama humano que generan. Se refirió al texto de su reciente encíclica "Laudato si" en una defensa decidida del medio ambiente y apeló a la responsabilidad global del hombre sobre el planeta y la tierra. Francisco tocó otros muchos temas como el derecho al techo, al trabajo, a la tierra, a la educación de libre elección por parte de los padres, a la libertad religiosa como garante de todas las demás libertades... Pero hubo dos cosas en las que sobresalió y que pudieron sorprender por su valentía y la claridad con que las expuso. Una de ellas fue la petición expresa del armamento nuclear. No mencionó a ningún país en concreto, pero habló de una prohibición global. Una de las hipocresías de la ONU consiste en que trata de evitar que ciertos países tenidos por "irresponsables" puedan frabricar y hacer uso de esas armas, pero dando por supuesto que hay otros países con derecho a tenerlas y fabricarlas. Justo una semana antes del discurso de Papa, los medios se hacían eco de las dudas del entonces Presidente de los Estados Unidos acerca del uso de la bonba atómica sobre Irak y Afganistán tras los terribles atentados a las torres gemelas de Nueva York. ¡Qué miedo! Francisco reclamó una prohibición para todos los países recordando el daño que inflige este tipo de armamento no solo al género humano sino también a la tierra y al medio ambiente y sus efectos destructivos definitivos sobre ambos.
El otro aspecto en el que pudo sorprender el cuidado discurso de Francisco es el de la otra hipocresía instalada en las propias raíces de la Organización de Naciones Unidas: el privilegio de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad: China, Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Rusia. Es decir, el derecho a veto. Ese privilegio de cinco estados impide que todos los países participen y se relacionen entre iguales en el seno de la ONU. Si bien es cierto que esta Organización ha hecho de árbitro eficaz en muchos casos y conflictos, no es menos cierto que se ve impotente de resolver problemas políticos y humanitarios acuciantes por el ejercicio de ese privilegio a todas luces injusto, pues rompe el equilibrio de participación entre países que deben ser reconocidos entre iguales, y más en el seno de una organización de esta naturaleza. La Organización, en la que la Santa Sede ocupa el status de observadora, nació a raíz de la segunda Guerra Mundial para promover la paz, siendo un marco de entendimiento entre los países para afrontar y resolver los diferentes problemas que pudieran surgir entre ellos. Setenta años después de su fundación, tenemos referencias suficientes para reconocer los logros de la ONU pero también para asisitr, permanentemente, a sus grandes fracasos. La pérdida de los privilegios de unos pocos países en su seno se impone y se hace necesaria cada vez más tanto por razones humanitarias y razones de justicia como por razones de operatividad. Lo contrario no solo limita la eficacia de la Organización sino que enquista en su seno un verdadero anacronismo que le impide avanzar.
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