Esta tarde, al celebrar la misa en la capilla de la Virgen del Pilar no sabía si comentar el evangelio, como hago cada día, u ofrecer el testimnonio -brevemente- de estos treinta años de consagración al Señor. Antes de ser cura, recibes la ordenación diaconal; en ella recibes ya el sacramento del Orden y quedas consagrado en el servicio a Jesucristo y a su Iglesia de por vida. Este día trece de enero se han cunplido treita años de ese acontecimiento en mi vida. Aquella tarde gélida, de temperaturas bajo cero en Zaragoza, en la iglesia de Santa Engracia, junto a los innumerables mártires de Zaragoza, me hice diácono de la Iglesia. Un año y medio después recibiría la ordenación sacerdotal. Para las personas que no son de fe, el sacerdocio se entiende como una profesión más como podar viñas o vender lechugas en un mercado. La gente de fe entendemos bien que no es una decisión unívoca ni una elección de quien se hace sacerdote. El sacerdocio responde a una llamada del Señor Jesús. Él es quien nos elige y no nosotros a él, tal como él lo dice en el Evangelio. En nosotros solo cabe la respuesta asombrada, y a veces desconcertada, a la inciativa divina. Luego es la propia Iglesia, a través de los formadores del seminario y de los sacerdotes con los que trabajas en el período de formación, la que discierne si se trata de una vocación auténtica o no. Cuando la considera positivamente, la propia Iglesia, por medio del obispo diocesano, es la que manifiesta su propia elección del candidato. Así se pone de manifiesto que el sacerdocio no puede ser motivo de engreimiento ni de soberbia, pues el candidato debe ser llamado por Dios y elegido por la Iglesia; nada se debe a mérito suyo sino una respuesta generosa, con la propia vida, que renuncia a ser vivida para sí y se convierte en servidor de Dios y de su pueblo. Cuando uno se hace cura lo hace con el ánimo de servir, con el ánimo de obedecer a Dios, que le ha llamado; nada se piensa de entrar a formar parte en una institución poderosa o influyente; ningún resquicio queda para el protagonismo personal ni para la promoción individual. Si alguien se convierte en algo así solo es posible olvidando y traicionando la llamada de Dios. Un cura es un servidor y no se plantea el ejercicio del poder ni el hacer carrera en la sociedad o en la propia Iglesia.
Treinta años después, sé que en aquel 1985 yo tenía una idea muy diferente de lo que iba a ser mi vida consagrada. No sabía que iba a ir tan unida a la cruz. Sin embargo, esos nos hace más auténticos, más humildes y, sobre todo, más parecidos a Jesucristo. Después de dieciséis años trabajando en la pastoral rural y como capellán de hospital, unas enfermedades crónicas me retiraron de la pastoral directa y, en las propias palabras que me dirigió entonces mi arzobispo, quedé dedicado al ministerio profético, lejos de la actividad dedicada y frenética que había llevado hasta entonces. Catorce años en esta situciaón, aunque con el consuelo directo de encontrarme literalmente en la casa de la Virgen del Pilar, valoro todavía más el poder celebrar la Eucaristía, el poder celebrar -aunque sea de modo ocasional- los demás sacramentos... ¡He encontrado tantas dificultades para eso..! Leo, rezo, pienso, escribo, ofrezco mis dolores, mis renuncias, mis carencias cada día por tantas y tantas causas; por tantas y tantas personas. Pero también me doy cuenta de que, en definitiva, soy un privilegiado porque tengo fe; también porque no debo mantener una familia; porque, con mayor o menor acierto y en mayor o menor medida, estoy respaldado por mi diócesis. A veces siento la tentación de quejarme, pero entonces encuentro tantas y tantas razones para sentirme agradecido, para dar las gracias a Dios una vez y otra vez... Lo hago cada día un montón de veces; cada vez que rezo, cada vez que celebro la Eucaristía, cada vez que entro en casa... Incluso los domingos puedo sentirme pastor cuando celebro y convivo con mi comunidad. Y es que hay padres y nadres de familia viviendo esta misma situación o peores; hay personas que se deben enfrentar a enfermedades muy muy humillantes y graves sin contar con el auxilio de la fe ni con el bálsamo de la esperanza cristiana. Me miro y me veo afortunado, muy afortunado.
Luego, hay otra cosa. A pesar de que mis planes eran otros o de que la idea de lo que iba a ser mi vida sacerdotal no coincide mucho con lo que estoy haciendo; a pesar también de las incomprensiones que me toca afrontar por la defectibilidad de los seres humanos, de una cosa estoy bien convencido: Que Dios ha guiado mi vida y que estoy donde él quiere que esté. Esto da mucha tranquilidad y mucha conformidad. Para alguien cuya meta es hacer la voluntad de Dios en la vida, saber que está donde Dios quiere es muy importante. No siempre comprendemos los porqués y las razones de la voluntad de Dios. Pienso lo incomprensible que debió ser ver a su Hijo morir en la cruz y padecer la tortura que le fue infligida durante las horas de la pasión. Y, sin embargo, estaba siendo obediente y fiel a Dios. No necesitamos comprenderlo todo. Hay momentos en la vida en los que solo queda se dóciles y seguir por el camino que Dios te pone delante, aunque no comprendas todo al cien por cien. Y entonces puedes decir con el salmista: "El Señor es mi Pastor; nada me falta."
Ahora mismo, estos catorce años me pesan; querría ir ya a la casa del Padre; pero sé que si él me tiene aquí es porque es un acto soberano de su voluntad. Quizás lo que hago resulte útil para alguien. Tal vez hay algo o tiene que suceder cualquier cosa con la que yo no cuento por la que no cree aún que sea el momento. Pues solo me queda seguir pidiendo su auxilio para seguir siendo fiel, para cometer el menor número de erroes posible y para seguir haciendo su voluntad y estar donde él tenga dispuesto que esté. Lo diré aquí también: "Santa María del Pilar, ruega por nosotros y guárdanos, Madre nuestra".
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