Muy querido Santo Padre:
A través de este medio y en estas fechas que vos mismo
habéis hecho tan trascendentes para la vida de la Iglesia, quiero agradeceros
como sacerdote el ejercicio de vuestro ministerio en el solio de Pedro durante
estos ocho años.
Generosamente llegasteis a él y generosamente lo dejáis. Es
fácil comprender que se sirve a la Iglesia al aceptar la elección de los
cardenales, pero es mucho más difícil entender que, a través de la renuncia,
también se está prestando un servicio. Bien decíais en vuestro último rezo del
Ángelus en la ventana de vuestro estudio que lo vuestro no es un abandono.
En vuestro comunicado formal de renuncia al papado decíais
que notabais la falta de fuerzas y de vigor. Sabed que no estáis solo, que
muchos enfermos crónicos vivimos lo mismo que vos y hemos tenido que alejarnos
antes de nuestras responsabilidades pastorales. La vuestra es una decisión
mucho más valiente porque también vuestra misión es mucho más alta. Sin duda
alguna, estáis siguiendo los dictados de Dios. Al fin y al cabo, él marca el
camino mediante los acontecimientos de nuestra vida y, cuando la
responsabilidad supera a las fuerzas humanas, el mayor bien para todos es dejar
que otra persona más capaz la asuma.
Sois el Pontífice más vilipendiado que he conocido en mis
cincuenta y dos años de vida. Desde lo de Ratisbona, hasta el veto de vuestra
conferencia en la Sapientia de Roma, pasando por la reprobación de los
parlamentos de diversos países, la denuncia ante La Haya y un largo elenco de
despropósitos hacia vuestra persona. Esas cosas hacen mella pero ya no os
preocupen; forman parte del pasado y de la nueva historia de la Iglesia,
porque, Santo Padre, habéis hecho historia.
Vuestro pontificado ha sido denso e intenso. Nos dejáis tres
bellísimas encíclicas, tres libros publicados sobre Jesús de Nazaret, varias
exhortaciones postsinodales, abundante documentación de vuestras catequesis de
los miércoles en las audiencias públicas y de los Ángelus de los domingos,
además de varios Encuentros Mundiales de la Juventud, de la Familia,
innumerables homilías y gestos, viajes con destinos cercanos y viajes con
destinos lejanos –alguno, incluso, de alto riesgo para vuestra seguridad-… y
todo ello con la pedagogía de un profesor experimentado que, yendo al grano y
sin perderse en lo accidental, ha tratado siempre de conciliar la ciencia con
la fe. No en vano sois para muchas personas de bien el hombre más sabio y mejor
preparado de todos los dirigentes mundiales. De hecho, vuestra renuncia es
también un ejemplo de gran sabiduría por vuestra parte, a la vez que una
genuina clase de realidad y de humildad.
Hoy muchos os estamos agradecidos. Y os queremos hacer
llegar nuestra inmensa gratitud por haber renunciado a vuestro merecido retiro
en vuestra tierra y haber aceptado vuestra elección en la vejez; nuestra
inmensa gratitud por el modo callado pero eficaz con que habéis sabido hacer
frente a los problemas más serios que se os han planteado; nuestra inmensa
gratitud por vuestro testimonio al frente de la nave de la Iglesia en las aguas
turbulentas de nuestra época. Si vuestro antecesor, el hoy beato Juan Pablo II,
dejó profunda huella en la Iglesia y en el mundo, también vuestro legado será
considerado histórico dentro de no mucho tiempo.
Que Dios todopoderoso y Santa
María, Madre de la Iglesia, os acompañen cada día de esta nueva etapa de
vuestra vida. Sabemos que contamos con vuestra oración y encomienda de todos
nosotros al Señor. Por nuestra parte, pedimos a Dios que vuestro papado sea
fecundo en la Iglesia, que asista con su luz al nuevo Pontífice que saldrá elegido
en el próximo cónclave y que a vos os conceda todas sus gracias en la vida
presente y el premio reservado a los que son fieles para la vida eterna. Muchísimas
gracias, Santidad.
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