¡Pues faltaría más; que no pudiera expresarse! Y puede hacerlo, además, sobre lo divino y lo humano. ¿O no estamos en un país libre que respalda la libertad de expresión? El ejercicio de la política, como el de cualquier otra actividad pública o privada, está sometido, necesariamente, a poder opinar sobre él, a poder compartir o disentir. Y eso es un ejercicio sano del que nadie debería molestarse.
Todo viene a cuento de la escaramuza montada por el secretario de organización del PSOE y del Gobierno socialista tras la reunión de dos millones de personas en la Plaza de Colón, en Madrid, el pasado día 30 de diciembre, con motivo de la festividad de la Sagrada Familia. Los asistentes al acto litúrgico se habían congregado “en defensa de la familia cristiana”. Asistieron buena parte de los obispos españoles y dos cardenales hicieron afirmaciones que molestaron a la clase de los políticos que detentan el poder en la actualidad. Los cardenales no dijeron nada del otro mundo, sino que la política familiar del Gobierno es contraria a los derechos de la familia, que es una merma de los derechos humanos y que los salarios en España son bajos o que resulta difícil conciliar la vida familiar y la vida laboral. Esto despertó las iras de Pepe Blanco, del presidente Zapatero y de la vicepresidenta Fernández de la Vega. Respondieron públicamente a los prelados que eso es hacer política, que es una injerencia de la Iglesia en asuntos políticos y que, si quieren hacer política, se presenten a las elecciones. Insisto: nuestros gobernantes tienen que acostumbrarse a que las críticas les vengan también de fuera del mundo de la política. Esto va también con el cargo. Los obispos no hacen política (ni quiera Dios que la lleguen a hacer), pero tienen el mismo derecho que los demás ciudadanos o asociaciones a hablar, de la política o de lo que les venga en gana. En eso consiste la normalidad democrática. Y si la Iglesia española opina así y lo dice, pues hay que oírlo con deportividad, porque luego, si se quiere, se puede criticar al que critica; pero no tratando de hacerle callar o acotando los temas sobre los que el prójimo puede o no puede hablar. Y otra cosa más: Por supuesto que la fe y la moral no se imponen, señor Blanco, pero es que nadie pretende imponer nada; tan sólo es la expresión pública del mensaje que propone la Iglesia, para que lo escuche el que quiera (sea gobernante, legislador o barrendero) y no la tenga en cuenta quien no quiera tenerla (sea gobernante, legislador o informático). Así que no sé a qué viene una reacción tan airada y desproporcionada.
Todo viene a cuento de la escaramuza montada por el secretario de organización del PSOE y del Gobierno socialista tras la reunión de dos millones de personas en la Plaza de Colón, en Madrid, el pasado día 30 de diciembre, con motivo de la festividad de la Sagrada Familia. Los asistentes al acto litúrgico se habían congregado “en defensa de la familia cristiana”. Asistieron buena parte de los obispos españoles y dos cardenales hicieron afirmaciones que molestaron a la clase de los políticos que detentan el poder en la actualidad. Los cardenales no dijeron nada del otro mundo, sino que la política familiar del Gobierno es contraria a los derechos de la familia, que es una merma de los derechos humanos y que los salarios en España son bajos o que resulta difícil conciliar la vida familiar y la vida laboral. Esto despertó las iras de Pepe Blanco, del presidente Zapatero y de la vicepresidenta Fernández de la Vega. Respondieron públicamente a los prelados que eso es hacer política, que es una injerencia de la Iglesia en asuntos políticos y que, si quieren hacer política, se presenten a las elecciones. Insisto: nuestros gobernantes tienen que acostumbrarse a que las críticas les vengan también de fuera del mundo de la política. Esto va también con el cargo. Los obispos no hacen política (ni quiera Dios que la lleguen a hacer), pero tienen el mismo derecho que los demás ciudadanos o asociaciones a hablar, de la política o de lo que les venga en gana. En eso consiste la normalidad democrática. Y si la Iglesia española opina así y lo dice, pues hay que oírlo con deportividad, porque luego, si se quiere, se puede criticar al que critica; pero no tratando de hacerle callar o acotando los temas sobre los que el prójimo puede o no puede hablar. Y otra cosa más: Por supuesto que la fe y la moral no se imponen, señor Blanco, pero es que nadie pretende imponer nada; tan sólo es la expresión pública del mensaje que propone la Iglesia, para que lo escuche el que quiera (sea gobernante, legislador o barrendero) y no la tenga en cuenta quien no quiera tenerla (sea gobernante, legislador o informático). Así que no sé a qué viene una reacción tan airada y desproporcionada.
Las actitudes de nuestros dirigentes se aproximan, en esto, a los estilos antidemocráticos y totalitarios, que no aceptan que otro critique sus actuaciones. También para esto hay que ser honrado en la política: respetar al contrincante y jugar, limpiamente, con él en el ring de la dialéctica y de la defensa de las propias ideas. Argumentando, no descalificando. Rebatiendo, no pretendiendo silenciar al rival. La democracia española dejó hace años de ser joven, pero algunos de los que la ejercen demuestran no haber llegado, con ella, a su etapa de madurez.
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