Parece que en España se está viviendo un momento un tanto convulso en su política interior, y que esa convulsión viene protagonizada por las facciones nacionalistas catalanas y vascas. Uno de los aspectos que está provocando el momento actual es la quema de fotos, en manifestaciones públicas, de los reyes Juan Carlos y Sofía. Todo empezó cuando, hace unos días, unos independentistas catalanes, encapuchados, quemaron una foto de los monarcas y salieron en todos los medios de comunicación. El Fiscal General del Estado intervino, dio con los autores y los procesó. En solidaridad con ellos, otros correligionarios de los primeros han repetido la acción públicamente, a cara descubierta y, de nuevo ante los medios de comunicación de todo el país. Los autores y simpatizantes son próximos a ERC (izquierda republicana de Cataluña), partido que goza de amplia representación parlamentaria tanto en el parlamento regional catalán como, en menor medida, en las Cortes Generales.
Según establece la Constitución Española vigente (de 1978), la forma política del Estado español es la Monarquía Parlamentaria. En ella, el Rey goza de funciones de representatividad del Estado, puesto que es su Jefe, pero no de gobierno, responsabilidad que recae sobre la persona que designe el Parlamento y los ministros que él elija, bajo el control legislativo del Congreso de los Diputados y del Senado. La Constitución fue el fruto de un largo consenso que comenzó en 1975, con la apertura a la democracia, la legalización de partidos políticos, y los acuerdos llamados de la Moncloa, que vertebraban una transición bien hecha después de los treinta y seis años que duró la dictadura del general Franco. Aquellos acuerdos y consensos partieron de unos presupuestos comunes, que todos aceptarían, a partir de los cuales se podía empezar a hablar. Fundamentalmente, esos presupuestos fueron los símbolos nacionales –la bandera bicolor y el himno nacional- además de la aceptación del sistema monárquico y de la persona del rey Juan Carlos I como Jefe del Estado. Los partidos que tradicionalmente habían sido antimonárquicos abrazaron la monarquía con entusiasmo dispar. Mientras que el PSOE no vio objeción a ello, el Partido Comunista dijo aceptar la monarquía sin renunciar a su aspiración republicana en un futuro. En aquel momento, los partidos republicanos consiguieron una representación prácticamente nula y todos los españoles, aunque también con entusiasmo dispar, aceptaron la figura del rey Juan Carlos como la del director de la gran orquesta de la democracia, que acababa de poner en funcionamiento con su iniciativa y educación política, pese a que hubiera sido impuesto por Franco como su sucesor.
De modo, que hubo referéndum para legitimar el cambio político, hubo elecciones generales que dieron lugar al primer Gobierno democrático después de la dictadura, hubo leyes que legitimaron la monarquía y la sucesión monárquica en la figura de Juan Carlos; pero la forma monárquica del Estado fue un presupuesto de partida. El Rey era visto como una figura ornamental que no molestaba mucho, pero con el convencimiento de que iba a durar poco en el trono. Pese a no haber sido votado, Juan Carlos I se ganó el puesto en la noche de aquel 23 de febrero de 1981, cuando consiguió abortar el golpe de Estado del Ejército, haciendo valer su autoridad sobre los tres ejércitos como su Capitán General, toda vez que el Gobierno en pleno, y el Parlamento estuvieron secuestrados en el edificio del Congreso. El único que tuvo las manos libres fue el Rey y logró, personalmente, salvar la democracia en España. Muchos pensamos que si ese día hubiéramos tenido un Presidente civil republicano, el resultado podría haber sido distinto. Con lo cual, durante largos años, nadie ha puesto en duda el liderazgo del Rey Juan Carlos, su buen hacer cotidiano y su digna representatividad del Estado tanto dentro como fuera de él. Todos los Presidentes del Gobierno que han llevado las riendas del país han mostrado una exquisita lealtad a su persona y a su institución.
No obstante, la democracia española va perdiendo ya su juventud y aquel intento de golpe queda ya lejano en el tiempo. De hecho, una buena parte de la sociedad no lo ha vivido porque ha nacido más tarde. Y lo que, en un principio, fue aceptado para poder avanzar, el momento actual es otro y muchos reivindican la legitimación popular de la forma monárquica del Estado o la posibilidad de elegir, mediante referéndum, entre la Monarquía y la Tercera República. La aspiración es, sin duda, legítima, y los amantes de la República tienen que defender sus ideas. Ahora bien, la forma de hacerlo es otra cuestión. No me parece elegante la elección de la quema pública de fotografías personales. Es un método desacertado porque produce ofensas innecesarias y sugiere una forma de violentar sensibilidades. Un Estado democrático y abierto, como lo es el español, tanto si es monárquico o republicano, ofrece los cauces necesarios para defender las ideas con la palabra y con el diálogo. Posiblemente, consigan amplificar mucho más sus aspiraciones con estos métodos, pero tienen representación suficiente en las instituciones para hacerlo de un modo más legítimo y pacífico. Eso es, justamente, lo que están haciendo los nacionalistas vascos al proponer su lehendakari una consulta popular sobre la independencia de Euskadi y haberle puesto fecha. Puede hacer tambalear los cimientos del Estado, pero de una forma más elegante y civilizada, para, finalmente, intentar conseguir la misma cosa.
Siempre pensé que al príncipe Felipe le tocaría someter su reinado a un referéndum, pero, si este asunto continúa, puede que le toque afrontarlo al propio Juan Carlos; y, personalmente, creo que no se lo merece. De no hacerlo, el Estado, y también la credibilidad de nuestra democracia, podrían verse muy debilitados.
Según establece la Constitución Española vigente (de 1978), la forma política del Estado español es la Monarquía Parlamentaria. En ella, el Rey goza de funciones de representatividad del Estado, puesto que es su Jefe, pero no de gobierno, responsabilidad que recae sobre la persona que designe el Parlamento y los ministros que él elija, bajo el control legislativo del Congreso de los Diputados y del Senado. La Constitución fue el fruto de un largo consenso que comenzó en 1975, con la apertura a la democracia, la legalización de partidos políticos, y los acuerdos llamados de la Moncloa, que vertebraban una transición bien hecha después de los treinta y seis años que duró la dictadura del general Franco. Aquellos acuerdos y consensos partieron de unos presupuestos comunes, que todos aceptarían, a partir de los cuales se podía empezar a hablar. Fundamentalmente, esos presupuestos fueron los símbolos nacionales –la bandera bicolor y el himno nacional- además de la aceptación del sistema monárquico y de la persona del rey Juan Carlos I como Jefe del Estado. Los partidos que tradicionalmente habían sido antimonárquicos abrazaron la monarquía con entusiasmo dispar. Mientras que el PSOE no vio objeción a ello, el Partido Comunista dijo aceptar la monarquía sin renunciar a su aspiración republicana en un futuro. En aquel momento, los partidos republicanos consiguieron una representación prácticamente nula y todos los españoles, aunque también con entusiasmo dispar, aceptaron la figura del rey Juan Carlos como la del director de la gran orquesta de la democracia, que acababa de poner en funcionamiento con su iniciativa y educación política, pese a que hubiera sido impuesto por Franco como su sucesor.
De modo, que hubo referéndum para legitimar el cambio político, hubo elecciones generales que dieron lugar al primer Gobierno democrático después de la dictadura, hubo leyes que legitimaron la monarquía y la sucesión monárquica en la figura de Juan Carlos; pero la forma monárquica del Estado fue un presupuesto de partida. El Rey era visto como una figura ornamental que no molestaba mucho, pero con el convencimiento de que iba a durar poco en el trono. Pese a no haber sido votado, Juan Carlos I se ganó el puesto en la noche de aquel 23 de febrero de 1981, cuando consiguió abortar el golpe de Estado del Ejército, haciendo valer su autoridad sobre los tres ejércitos como su Capitán General, toda vez que el Gobierno en pleno, y el Parlamento estuvieron secuestrados en el edificio del Congreso. El único que tuvo las manos libres fue el Rey y logró, personalmente, salvar la democracia en España. Muchos pensamos que si ese día hubiéramos tenido un Presidente civil republicano, el resultado podría haber sido distinto. Con lo cual, durante largos años, nadie ha puesto en duda el liderazgo del Rey Juan Carlos, su buen hacer cotidiano y su digna representatividad del Estado tanto dentro como fuera de él. Todos los Presidentes del Gobierno que han llevado las riendas del país han mostrado una exquisita lealtad a su persona y a su institución.
No obstante, la democracia española va perdiendo ya su juventud y aquel intento de golpe queda ya lejano en el tiempo. De hecho, una buena parte de la sociedad no lo ha vivido porque ha nacido más tarde. Y lo que, en un principio, fue aceptado para poder avanzar, el momento actual es otro y muchos reivindican la legitimación popular de la forma monárquica del Estado o la posibilidad de elegir, mediante referéndum, entre la Monarquía y la Tercera República. La aspiración es, sin duda, legítima, y los amantes de la República tienen que defender sus ideas. Ahora bien, la forma de hacerlo es otra cuestión. No me parece elegante la elección de la quema pública de fotografías personales. Es un método desacertado porque produce ofensas innecesarias y sugiere una forma de violentar sensibilidades. Un Estado democrático y abierto, como lo es el español, tanto si es monárquico o republicano, ofrece los cauces necesarios para defender las ideas con la palabra y con el diálogo. Posiblemente, consigan amplificar mucho más sus aspiraciones con estos métodos, pero tienen representación suficiente en las instituciones para hacerlo de un modo más legítimo y pacífico. Eso es, justamente, lo que están haciendo los nacionalistas vascos al proponer su lehendakari una consulta popular sobre la independencia de Euskadi y haberle puesto fecha. Puede hacer tambalear los cimientos del Estado, pero de una forma más elegante y civilizada, para, finalmente, intentar conseguir la misma cosa.
Siempre pensé que al príncipe Felipe le tocaría someter su reinado a un referéndum, pero, si este asunto continúa, puede que le toque afrontarlo al propio Juan Carlos; y, personalmente, creo que no se lo merece. De no hacerlo, el Estado, y también la credibilidad de nuestra democracia, podrían verse muy debilitados.
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