martes, 6 de julio de 2010

¡ALELUYA! A LA MUERTE DE MI MADRE



El 4 de junio de 2010 era viernes, como el día en que Jesús dio su vida por nosotros. Era el viernes anterior a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Ante su imagen rezaban siempre mis padres, abrazados, antes de irse cada noche a dormir y ante su imagen se casaron en la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, 50 años antes. El 4 de junio fue un día tranquilo y soleado pero no muy caluroso. En las últimas horas del día, después de pasar la tarde en coma y agonía, escuchó su llamada: ¡¡NIEVES!! Ella abrió los ojos todo lo que humanamente es posible abrirlos. Miraba a un punto fijo en la habitación, pero sus ojos no veían la habitación física. Sus ojos vieron lo que los nuestros no pudieron ver. Empezó a fallar la respiración. Siete minutos más tarde, los cerró y expiró. Nos había dejado. Las 22, 30. El párroco dijo la hora en voz alta y todos asentimos. Una hora antes, la habitación se había llenado de una fragancia de flores, de rosas, como si dentro hubiera treinta o cuarenta kilos de ellas. Permaneció durante unos diez minutos. Luego, el olor cesó, pero en la habitación quedó una paz, un sosiego, una calma y serenidad como nunca antes lo habíamos sentido. Ahora tiemblo al saber que mis palabras resultaron proféticas sin yo saberlo. Cuando, repentinamente, abrió esos ojos enormes, cogido de su mano derecha, yo le repetía una y otra vez: “No tengas miedo, mamá; ve hacia la Virgen; ve hacia la Virgen, que ella te llevará a Jesús. Ve hacia la Virgen, mamá, no tengas miedo”.

Unos cuatro meses atrás, cuando su enfermedad cerebral degenerativa todavía le dejaba largos momentos de lucidez, pocos días antes de ir a la Residencia de Mayores, me dijo que iba a morir pronto. -¿Eso crees?, le pregunté yo. Ella me respondió afirmativamente. Siempre nos había dicho que no le ocultáramos si tenía una enfermedad de morir, así que le respondí: “Pero no tengas miedo, mamá. Nosotros estaremos contigo y no vas a estar sola. Además, ¿recuerdas cómo termina el Ave María?” Ella recitó: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Yo le dije: “¿Lo ves? Tú siempre has amado muchísimo a la Virgen María, y le has pedido miles de veces, al rezar el Ave María, que vele por ti en la hora de tu muerte. Mamá, la Virgen viene a buscar a las personas que la han amado mucho en esta vida. La Virgen María vendrá a buscarte, mamá, y ella te llevará a Dios. No te preocupes y no tengas miedo”.

Mis palabras eran más una intención de aliviar y de infundir esperanza que un relato de lo que creía fuera a hacerse realidad. Pero la realidad confirmó lo que yo le había anunciado. Yo no lo supe de inmediato. Vislumbré que mi madre había sido una santa en esta vida porque conozco su vida, su profunda religiosidad cristiana, su amor a Jesús y a la Virgen María, su manera de encajar los golpes fuertes, su sensibilidad social hacia todos los pobres y deprimidos, su deseo de servir a Dios y muchas actitudes evangélicas más que no acabaría de enumerar. Vislumbré también que el intenso olor a rosas y la paz que había en nuestro corazón desde una hora antes de su muerte, no eran hechos comunes ni casuales, sino un signo del cielo en el que Dios se nos manifestaba para hacernos saber que iba a morir una mujer santa en esos momentos. Pero el conocimiento real de la interpretación de todos esos signos, tardaría aún unos días más en producirse en mí.

Por otra parte, seguían produciéndose sorpresas durante el sábado en el velatorio. Aquello era un desfilar incesante de ramos, de centros florales, de coronas que grupos y particulares enviaban para despedir a mi madre. Llegó un momento en que ya era imposible colocar una sola flor más en la cámara del túmulo. Nosotros nos mirábamos asombrados y estremecidos, diciendo: “Señor, pero qué es esto”. Porque sin que nosotros dijéramos nada, sin sugerirlo a nadie, sin haber pedido cosa alguna ni puesto condición alguna, ¡TODAS LAS FLORES ERAN BLANCAS! Y el blanco es el color de la Virgen, el color de todas las fiestas de la Virgen. Ya mi madre se llamó María Nieves en honor a la Virgen de las Nieves, una advocación especialmente venerada en mi familia por razones que no viene al caso explicar. En la habitación de mi madre siempre ha habido una gran imagen de la Virgen del Pilar, a la que ella le tenía también especial devoción. Ella, que pintaba excelentemente, hizo una reproducción magnífica de una Inmaculada de Murillo, que cuelga sobre la cabecera de su cama y que hemos puesto en la lápida funeraria que cubre el pequeño nicho de sus cenizas. Mi Arzobispo, junto con su secretario personal, se hicieron presentes durante el velatorio, y el Prelado comentó en alta voz: “¡Ni en toda mi vida he visto un cadáver con un rostro tan bello y tan dulce!” Tampoco puede ser casualidad ese comentario del Pastor de mi diócesis, pues son las mismas palabras que decía casi todo el que la veía. Se quedó con un rostro sereno y dulce, que dibujaba una leve sonrisa, y que inspiraba ternura a raudales.

El domingo, solemnidad del Corpus Christi, a eso del mediodía, el coche fúnebre con el cuerpo de mi madre recorrió, camino de la iglesia parroquial, parte del trayecto que, por la tarde, cubriría el Santísimo Sacramento en su procesión. Y así, con el cuerpo presente de mi madre, celebramos la Eucaristía del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Su querido coro parroquial, al que pertenecía porque cantaba muy bien, cantó ese día para ella sus canciones preferidas, especialmente, dos dedicadas a la Santísima Virgen María: “Madre, óyeme” y “Virgen de mi esperanza”. Sólo cuando el féretro encaró la Via Sacra después de la celebración, entonaron “Despidamos todos juntos al hermano”. Si lo vio, quedaría muy complacida, porque se fue con todas las galas de un día solemne en el calendario de los cristianos. Por eso la misa no pudo ser de réquiem, sino de gloria. Era el seis de junio.

Puesto que el hecho de haber sido ordenado cura uno de sus hijos fue para ella el mejor regalo de Dios en su vida, el día quince, vigésimo cuarto aniversario de mi ordenación sacerdotal, acompañado por buena parte del Cabildo zaragozano y por varios sacerdotes amigos, le celebramos un funeral en la Santa Capilla de la Basílica de Nuestra Señora del Pilar. En la homilía resalté la vida de mi madre como servicio continuo al Señor, expliqué el olor a flores en la habitación previo a la hora de su partida y me pregunté en voz alta si no era ése el olor de la santidad. En la sacristía, dos compañeros expertos en el estudio y conclusiones del milagro de Calanda, me dijeron lo mismo: “Ese mismo olor se encontraba en la habitación de Miguel Pellicer cuando la Virgen del Pilar le puso la pierna previamente amputada. Ese olor es la presencia de la Virgen. Juan, la Virgen vino a buscar a tu madre”. Otros compañeros me han dicho lo mismo y he sabido que ese olor ha aparecido también en el momento en que han fallecido algunos santos. Amigos míos de un pueblo del que fui párroco durante siete años, me han hecho recordar el momento de la muerte de una señora a la que yo le estaba dando la Unción de los enfermos y ella me dijo que había en la habitación una Señora vestida de blanco. Yo le dije: “Es la Virgen, que viene a buscarte”, y falleció. Eso es lo que vieron los ojos de mi madre un momento antes de abandonar este mundo. La Virgen estaba allí. Había venido a buscarla. Nos había advertido antes de su presencia con el aroma a rosas. Nos había llenado interiormente de paz y de serenidad. Después, se llevó a mi madre. Y esa paz perdura, porque habiendo previsto que la pérdida de mi madre fuera trágica para nosotros y nos llenara de desconsuelo, va a cumplirse un mes y no hemos estado tristes; no estamos tristes. Más bien, si lloramos en algún momento, lo hacemos de emoción por la madre que hemos tenido y por las maravillosas circunstancias que hemos vivido en el momento de su muerte.

Mi madre ha sido siempre un verdadero ejemplo de mujer y de cristiana. Dios nos ha querido manifestar, por medio de su Madre, que la nuestra también está en el cielo. La Madre de Dios ha sido para nosotros fuente de consuelo y de esperanza. Ahora nos queda su recuerdo, la gratitud por todo cuanto se nos ha concedido y el reto de saber responder a la altura de lo que mi madre era; aunque –claro está- el listón ha quedado muy arriba. Y, eso también, las ganas y la seguridad de volvernos a encontrar allí donde la llevó nuestra Madre del Cielo. Gracias, mamá-Nieves; gracias, Madre-María.

Vuestro hijo, sacerdote, Juan. 

1 comentario:

  1. Es hermoso todo lo que nos comparte de la partida de su Mama, lo creemos y a si es, felicidades por tanta dicha y que Mama Maria y su mama Maria nieves lo ayuden en todo lo que usted esta viviendo y también lo hagan santo, ya que todos estamos llamados a serlo, sinceramente su hijo.

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